Un viaje hacia la duda
Un beso.
Un beso siempre es una rendición.
Pero ella no era esa clase de chicas y cuando comprendí que el sendero hacia su corazón pasaba por dejar atrás todo lo demás, me puse las botas de montaña, me ceñí un arnés de seguridad a la cintura y llené mi mochila de tiritas. Sabía que iba a doler.
La brújula marcó hacia el norte. Avancé entre las fértiles praderas de sus palabras, atravesé bosques de fantasía y crucé arroyos de sonrisas, hasta que sentí crujir el hielo bajo mis pies y supe que había llegado a la primera capa.
Me ajusté los crampones y comencé el ascenso por la cascada de nieve que caía desde su mirada. Me sentía seguro y a cada paso ganaba un poco más de confianza, pero la pendiente aumentó y cometí el error de hundir mis dedos buscando la piel.
Olvidé que en el amor no sirven los atajos.
Una grieta se abrió bajo mis pies y me envió directamente al infierno.
Un día miró hacia atrás.
Yo seguía allí, lleno de tiritas y quemaduras, pero seguía allí.
Las fronteras volvieron a abrirse.
Esta vez la brújula marcó hacia el oeste.
El viento que jugaba entre su espacio y el mío borró las señales del camino y comencé a caminar en círculos.
Pero llegó un nuevo beso y con él, recobré el rumbo.
Una tormenta eléctrica anunció mi llegada a las puertas de su pulso. Aún no había tocado el picaporte de la puerta cuando, de reojo, vi que un rayo venía directamente hacia mí, apenas me rozó pero me sirvió para recordar que hay que llamar antes de entrar. Me puse otra tirita y seguí avanzando sin dejarme intimidar.
En las tierras del sur sólo encontré la luna.
Como pez en el agua me zambullí en un mar de sueños, me batí en duelo con los fantasmas del pasado y me perdí en el laberinto de sus ideas.
Entonces la vi por primera vez. Ya no era ni tan alegre, ni tan valiente, ni tan lista.
A tientas busqué el final del camino. El horizonte desapareció y me di de bruces con su vida.
Tuve miedo… ya no sabía si quería estar allí.