Un juego de palabras
-Escoged compañero -gritó el profesor.
Su espada apuntó directamente a mi corazón.
-Pero soy una novata, te vas a aburrir…-le dije mientras ajustaba mi guante.
-Os prefiero a vos antes que a cualquiera, mi señora -me susurró al oído.
Le miré esperando ver en su cara un gesto burlón, pero me topé con una sonrisa cálida y tranquila. Cada pareja tomó su lugar y los marcadores se pusieron en marcha.
Me escondí detrás de la careta para que no viera todos los colores del arco-iris pasar por mi rostro y me puse en guardia. Hoy en día nadie habla así, pensé. Tiene que estar bromeando.
Todas sus estocadas llegaron certeras. Las mías le atravesaron por sorpresa.
Me dirigí a darle la mano para felicitarle por su triunfo pero su acento extranjero me suplicó un duelo más.
-¡Cambio de parejas! -gritó el profesor. Me sentí aliviada. No me dan miedo las emociones pero sí el caos.
Mi nueva compañera no dudó en olvidar la compasión y decidió darle a la novata una lección. No tardó más de un minuto en enredar su espada con la mía y me desarmó sin vacilar.
Me agache a recoger mi orgullo pero cuando alcé la vista, él, también estaba cerca del suelo. Nuestras máscaras tropezaron y me quedé sin aliento durante un instante que pareció infinito.
A partir de ese momento nuestras miradas se estrellaron las unas con las otras, una y otra vez.
Al final de la clase me apresuré en los vestuarios pero entre el alboroto de espadas que buscan un lugar seguro donde apoyarse, la suya se clavó en mi espinilla.
Grité de dolor y él se arrodilló ante mí.
-¡Ay de mí señora!, mi indigna espada os ha profanado. Permitidme por Dios hacer penitencia y entregaros una noche de mi humilde vida. Pero si dudáis de mis buenas intenciones, un beso fugaz sería un dulce consuelo.
Toda la clase estalló en risas.
-Callad señor. Habláis de nada. Vuestras palabras son fruto de un cerebro ocioso cuyo interior está tan seco como una pasa y os ruego entreguéis la dicha de vuestra compañía a otra alma tan desesperada como la vuestra.
Levanté la barbilla y me fui del modo más digno posible, teniendo en cuenta, claro, que la espinilla me dolía horrores.