Tragedias
Desde la puerta, las tres lo miramos con empatía.
Los síntomas eran claros: una ventana que llora, la habitación a media luz, el corazón arrugado, el mp3 rayando la misma canción, niebla en los ojos, pérdida de la razón, la voz agonizante, falta de apetito y una mano aferrada a una botella de Dalsy.
El diagnóstico fue evidente. Estaba enfermo de amor.
El mapa de tragedias se desplegó.
Que ya no era tan “amable” como antes… Que se había hecho novia de otro… -¡Menos mal que sólo fueron dos días… si no me muero!
-Que le escribió un poema. -Bueno… lo copié de Internet-; y que, ella, en un acto de traición, se lo entregó a sus amigas y todas se rieron de él.
Ahora, en el instituto, se burlan de su amor llamándole “ poeta”…
Las tres estuvimos de acuerdo en que el caso requería de toda nuestra atención.
Descolgamos los relojes, apagamos los móviles y aplicamos los remedios ancestrales que los corazones rotos se transmiten de generación en generación: un poco de idealismo para tratar de definir la enfermedad en cuestión, algo de retórica para sostener las sinrazones de las emociones, un nuevo relleno para los espacios vacíos, dos pilares nuevos para una barbilla amoratada, un ratito en la montaña rusa de la esperanza bordeando la utopía; y por supuesto, “peli” y pizza para cenar.
Una semana después supimos, que aquella niña, de nuevo le buscaba en el recreo esperando escuchar un verso al oído.