Se acabaron los días malos
-Vamos a trabajar -le dije a la luna.
Como la inspiración no llegaba, abrí la ventana; quizás esta noche hubiese interferencias…
Sin pedir permiso la felicidad entró y con una sola carcajada espantó fantasmas, sombras y todos los ecos. Como era de esperar el miedo ni se movió y permaneció tras mi espalda. Pero fue inútil, lo mató a besos.
Ofendida por su descaro, cogí la escoba y la barrí desde casa hasta el jardín. Pero llamó al viento y volvió a colarse entre las tejas. Se había quedado con ganas de más cosquillas.
En un descuido, intenté crucificarla al lado de mis fotos pero terminamos jugando al escondite. Debo reconocer que la felicidad sabe esconderse mejor que nadie.
Molesta por su insistencia la tiré por el fregadero de la cocina. Estaba claro que además de malcriada era una ingenua. “Es que ¿no hay televisión en su mundo?”, me pregunté. “Hoy en día no se puede ser feliz”, pensé.
Pero la lluvia la trajo de vuelta.
-Yo de ti correría, querida -dijo con una sonrisa maliciosa mientras se zampaba mi cena.
Pero no corrí y llegaron las consecuencias: los helados de vainilla, las amapolas, los abrazos largos, llorar de risa, el café de por la mañana, las noches de verano y de invierno y de primavera y de otoño, poner el árbol de Navidad, soñar despierta, las miradas cómplices, las películas con final feliz, las fresas con azúcar, las respuestas, las palabras nuevas, las tormentas de verano que te calan hasta el hueso, saltar de entusiasmo, cantar en el coche, una sonrisa inesperada, los nervios antes de colgar un texto….