La habitación 117
María era un caso especial de soledad.
El día que entré por primera vez en su habitación me sorprendió la falta de objetos personales, pero ella era muy mayor y mucho más lista que yo y ya había aprendido que los portarretratos y los gatitos de porcelana no conservan los abrazos, ni las palabras de consuelo.
Sobre una de las paredes, justo de frente a su cama, colgaba la imagen en blanco y negro de una niña vestida con el traje de la primera comunión. En su expediente no figuraba el nombre de ningún familiar, pero era una foto demasiado grande ocupando un lugar privilegiado en la habitación; así que supuse que debía ser alguien muy importante para ella.
Era su hija, pero aquella niña no sabía que ella era su madre.
A María con el alma aún sin estrenar, la había violado su cuñado el día que cumplió los dieciséis.
Les hablo de los años treinta con lo que pueden imaginarse lo que pasó…
María fue enviada a un convento de la capital especializado en “ocultismo” y el cuñado fue perdonado porque todos sabían que la hermana de María no cubría las necesidades de su esposo.
María se pasó nueve meses en silencio, nadie vino a rescatarla, ninguno de sus dieciséis hermanos intentó visitarla y no exagero, ni su madre se compadeció.
Pero unos días antes de dar a luz su hermana se presentó con una propuesta, ella se quedaría con la niña y no la enviarían a un orfanato si ella prometía no volver nunca.
Tenía tanto miedo de que le quitaran a su hija antes de poder ver su cara que ni siquiera se la oyó parir.
Cuando la encontraron, María había perdido tanta sangre que pensaron que lo había hecho a propósito para suicidarse.
María tomó los votos definitivamente.
Aprendió a bordar, ella y las otras monjas trabajaban doce horas al día bordando los capotes de los toreros más famosos; volvió a hablar y a veces hasta cantaba.
Cantaba tan bien que el obispo la llamaba a menudo para deleitar a los invitados que quería deslumbrar y a veces, incluso le pagaban.
Así transcurrieron cincuenta años, a solas, sin familia, sin justicia, sin verdad, sin su hija.
Entonces llegó la democracia, cerraron el convento y se divorció de la iglesia.
Escribió a su hermana con la esperanza de que después de tanto tiempo fuera posible un acercamiento, pero como única respuesta recibió una foto junto con una nota en la que se le recordaba su promesa de no regresar jamás.
Con el dinero que había ahorrado durante todos esos años se compró una casita en Santiago donde cultivaba flores que vendía los sábados en el mercado, pero al cabo de tres años la artritis había retorcido tanto sus huesos que no quedó más remedio que ingresarla en una residencia de mayores.
¿Cómo era María? Dulce, ajena al mundo, invisible e increíblemente bella.
Tienen razón cuando dicen que se aprende mucho escuchando a los mayores, por ejemplo que la soledad puede estar llena de amor.