La cara de mi moneda

- 2 mins read

Cuando llega la Navidad, no puedo evitar imaginarme suspendida en el aire.

Detrás, sujetas a mi memoria, están: Dolores, encerrada en su cuarto desde hace cuarenta y tres años abrazada a la foto de su esposo y esperando la muerte para poder reunirse con él. Miguel y la buena costumbre de su madre de apagar los cigarrillos contra su cara. Alicia, carcomida por la vergüenza de ser lesbiana; va contra su educación. María que desayuna un par de vasos de whisky para soportar a su esposo. Viki que escogió una profesión que la mantuviera alejada de la humanidad, para no ver. Carmen, síndrome de down, abandonada a la caridad y conocida en el parque por hacer favores a los hombres a cambio de poder sentir algo, aunque sea un pellizco. Rosa que lava la ropa bajo la lluvia y no recuerda dónde perdió la sonrisa. Perico, asesino a sueldo vivirá el resto de su vida a cuatro mil kilómetros de sus cinco hijos. Pablo se tiró a morir en un bajo lleno de ratas. Elena lo perdió todo por un hombre que le recitaba poemas al oído. Zheltia, después de que unas putas le dieran una paliza, se le infectó la herida del ojo y por miedo a los médicos, se le calló mientras se agachaba en un contenedor de Mcdonalds para coger una hamburguesa a medio comer.

El problema de estar perdido es que te ocupa todo el tiempo y duele cada día… incluso por Navidad.

Delante, asomándose al balcón del horizonte, está el futuro, sin más. De él no sé nada y como la esperanza es lo último que se pierde, pues esta vez voy a dejar que me sorprenda.

Así que estas serán mis Navidades: un montón de sombras, un abeto de plástico, la familia que me queda, los amigos que todavía no se han rendido y muchas ganas de que la vida vaya para mejor. No se puede pedir más, ¿no?

El resto, si es que me merecía algo más, lo cambio por algo de paz para mis sombras.