Huellas

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Rosa.
Perdió su corazón en la noche de bodas. Se le cayó cuando su marido le dio la espalda tras violarla un par de veces.

Después de aquello vino la rutina. Levantarse a las cinco de la mañana para encender el fuego, prepararle la ropa y el desayuno, trabajar en el campo hasta que se ponía el sol, cocinar, ir a lavar al río, parir casi una vez al año hasta que se le reventaron las entrañas, las bofetadas y una buena paliza cada dos o tres meses.

Solía guardarse la limosna que le daba su marido para la iglesia y se lo gastaba en caramelos para mí. “Están rellenos de besos”, me decía.

Era menuda, con el pelo blanco cortado como el de un chico y siempre vestía de luto, supongo que por su corazón. Incluso en verano, a más de cuarenta grados, llevaba medias de lana negra para esconder los moratones que se hacía al caerse por las zancadillas.

Mi abuela insistía en que así eran las cosas, en que si Dios te lo manda es por alguna razón, que todas las mujeres necesitamos un hombre que nos ampare, que le debemos respeto y que me metiera a monja.

No tenía razón pero la quería y sabía que cuando me hablaba de Rosa también me hablaba de ella. ¿Qué podía hacer más que callar?

La última noche de las Navidades de 1984 leí hasta el amanecer porque quería llegar rendida al avión y dormir durante el vuelo. Cuando apenas faltaba media hora para que sonara el despertador me envolví en una manta de lana y busqué el último rayo de luna a través de la ventana, pero ni las estrellas se atrevían a asomar la nariz. Los arbustos y rosales estaban esculpidos en hielo y la nieve bailaba bajo la luz de las farolas hasta caer rendida. El tiempo había olvidado aquel lugar cuando los niños dejaron de nacer, pero esa madrugada hasta el silencio estaba quieto.

De repente la puerta de enfrente se abrió.

Rosa miró hacia mi ventana y me lanzó un beso con la mano. Sorprendida, sonreí y le correspondí del mismo modo, pero mi sonrisa se borró cuando vi que del otro brazo colgaba una vieja maleta de cartón. Se marchaba. Me asusté, quise correr y detenerla, pero me di cuenta de que había necesitado setenta años para reunir el valor de ir a rescatar su corazón y necesitaba que lo consiguiera.

Cuando ella y su sombra desaparecieron en la oscuridad, me quedé mirando sus huellas sobre el manto de nieve y por un instante temí que todo lo que quedara de ella fuera ese espacio vacío.

Por fin comprendí que en sus pasos estaban mis alas.