Fumando espero...

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Cuando José Manuel la vio escondida fumando un cigarrillo, se enamoró perdidamente de la animadora del centro. Fue porque se sonrojó y le pidió perdón… a él, un pobre viejo que ni siquiera podía controlar su baba.

Ella era demasiado profesional para enamorarse de un hombre así, pero se hicieron amigos.

A ella le costaba entenderle y adivinaba a duras penas sus relatos. A él sin embargo lo que más le gustaba era que le hablara con respeto, como si fuera joven y fuerte, otra vez.

Una mañana, ella me pidió el expediente de José Manuel, quería comprobar que aquel hombre le decía la verdad o si su sorprendente historia de vida no era más que las consecuencias de una borrachera perpetúa.

Todo era cierto.
Profesor de literatura en la Universidad de Salamanca, se unió a la falange española al comienzo de la guerra civil; su perfecta adaptación y sus cualidades intelectuales le facilitaron un rápido ascenso por el escalafón militar.
Al cabo de tres años ya le escribía los discursos a Franco.
Entre tanto se casó, tuvo dos hijos y los abandonó por conocer todos y cada uno de los placeres de la vida, empezando por el poder.

Le gustaba manipular la ignorancia de sus subordinados y de las mujeres. No necesitaba cariño porque tenía algo mejor, la confianza en que nada ni nadie le derrotaría.

Excepto la vida.

Llegó la democracia y José Manuel lo perdió todo. No había nadie que le esperara ni tenía a dónde ir.
Se fue a Madrid y trabajó durante años en esto y aquello, pasó por prisión en varias ocasiones hasta que finalmente se convirtió en un mendigo más de las calles de la capital.

Una noche de Navidad y después de agarrarse una borrachera descomunal se tiró de la azotea del centro de acogida. Se trataba de un primer piso, así que no pasó de una mano rota.
Pero en el hospital, también le descubrieron un cáncer de garganta en estado avanzado.

Perdió parte de las paredes de la boca, los dientes y la mitad de la lengua.
Desde asuntos sociales se tramitó su traslado a una Residencia de Mayores, porque además de mendigo, ahora era viejo; pero no había plaza en ninguno de ellos, el único centro que le admitió estaba a 400 km.

Así fue como la animadora y José Manuel llegaron a coincidir por casualidad en este ir y venir de la vida.

Al principio compartían tabaco, después ella se encariñó y dejó de fumar.
Él colocaba sobre su mesa una margarita silvestre cada mañana, la esperaba en el balcón para verla llegar en su coche, le regalaba bombones de licor que ella nunca se atrevía a comer o simplemente la observaba trabajar por la rendija del marco de la puerta.

Hasta que un día, ella dejó de sentirle.

No quiso preocuparse, era primero de mes y les habían ingresado las pensiones a los residentes. Ella conocía la costumbre de José Manuel de celebrarlo dándose una alegría en los prostíbulos de la ciudad; seguramente aparecería horas después en un estado lamentable pero encantado de la vida.

Pero al día siguiente tampoco estaba su flor y se dirigió a las oficinas a preguntar por él.

Había fallecido la noche anterior.
Percibió cierto tono de alivio. Sabía que le consideraban un residente “revoltoso”.

Salió al aparcamiento y fue a buscar el paquete de tabaco que tenía escondido en el coche.
Mientras apuraba las últimas caladas se preguntó si la vida de aquel hombre había servido para algo. La respuesta fue positiva. Le imaginó de niño, enamorándose, meciendo a sus hijos, enseñando a los jóvenes.
Lo recordó atento, todo un caballero, de esos que están en peligro de extinción o al menos lo fue con ella y eso debería bastar para llorar por alguien, ¿no?

Había sido un hombre poderoso pero ahora, ya no era nada para nadie.

Excepto para ella.