El país de las maravillas

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Cuando comprendí que mi memoria sólo era capaz de recordar las emociones, mi forma de ver y escuchar a las personas que configuraban mi mundo, cambió. No porque me diera vergüenza olvidar sus nombres o donde nos habíamos conocido, sino porque aprendí que cuando alguien olvida lo bueno de ti, es como si uno de los hilos que te sostienen en pie se rompiese; a veces es mejor y lo que se rompe no es un hilo sino una cadena, pero otras, lastima y se convierte en un pequeño vacío por el que caes todos los días. Para no olvidar, rebusqué entre sus disfraces y sin darme cuenta aprendí a reconocer el color de su mirada, a elegir un perfume para cada tipo de abrazos y a dibujar sus sueños sobre las paredes de mi habitación imaginando los secretos que escondían detrás de la luna.

Pero una vez encontré en el mundo un paraíso imaginado. No me hizo falta inventarles un nuevo nombre a sus habitantes, ni jugar al escondite, ni siquiera fue necesario mentir porque allí puedes ser lo que quieras.

Las alas de Senia son como una noche estrellada, de esas en que parece que no cabe ni una más; huele como el océano cuando se despereza por la mañana y a veces, cuando la miro de reojo y la veo sonreír, estoy segura de que los dioses duermen más tranquilos, pues la esperanza todavía tiene cabida en este mundo.

Cuando llego a su casa siempre me espera la puerta abierta, como si llegase alguien en quien se confía. Se me encoge el corazón. Al pasar por el salón, la pantalla del ordenador y los libros apilados alrededor del sofá me suplican que les devuelva pronto a su sirena, pero Siena irrumpe en el pasillo y los olvido. Intento que en mi abrazo sienta cuanto la quiero. Ada me recibe en la cocina, su cola está rota pero una mirada traviesa me da una pista de que todo va bien, su sonrisa serena y un abrazo con olor a vainilla me envuelven con dulzura.
Besos para los abuelos y Coco llega con ganas de hacernos felices.

Siena nos observa atentamente, se revuelve en la silla, sus alas tropiezan contra el suelo. Enreda sus pies bajo la mesa, como cuando era bailarina y rezo en silencio para que nunca olvide lo mejor de mí. Sus ojos bailan entre las frases que sus ángeles de la guarda y yo intentamos hilar entre risas, té y pastas.

Ada me lee el pensamiento y me sonrojo. No sé cuantas vidas deberé vivir para ser una sirena y no puedo imaginar cuanto debe doler, pero su mundo me confirma que lo increíble es posible. Intento no entretenerla mucho, a una sirena no se la puede molestar con tonterías, así que cada vez que me habla intento tatuar en mi piel cada emoción. Pero cuando llega la hora de irme busco rápidamente, alguna excusa para tener que volver, no es que haga falta, la puerta siempre está abierta, pero por si acaso.