El último suspiro

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Cada mañana, después de dar los desayunos a los indigentes, me afanaba junto con los voluntarios en recoger las mesas. Todas excepto una.
Lo hacía deprisa, pero intentando alargar la espera, disfrutando ya de la conversación que aún estaba por llegar. “El fotógrafo”, como solían llamarlo, no solía concederme mucho tiempo y debo reconocer que, egoístamente, en lugar de intentar cambiar su vida errante, buscaba en sus palabras el valor para enfrentarme a mi propia soledad.

Hilvanaba preguntas en mi cabeza, pero me había dado cuenta de que aprendía más de él escuchando las historias de sus fotografías que con cualquiera de las cuestiones que hubiese podido imaginar.

Cuando el comedor por fin volvía a ser un desierto de azulejos blanco, preparaba dos cafés y me dirigía a la mesa del fondo.

Yo deslizaba una taza hacia él y sus dedos empujaban la caja de puros junto a la mía.

Una nueva docena de fotografías me esperaba. Una tras otra las abrazaba entre las manos , saboreando la gama de grises consumida por el tiempo e intentando adivinar los secretos que escondían entre las grietas, pero debía guardarlas todas sin preguntar. Todas excepto una.

Nunca sonreía, pero cuando escogía la imagen adecuada, esa que él había elegido para mí, no podía evitar que algo de felicidad se le escapara por la comisura derecha de su boca.

En una ocasión escogí la foto de un bebé. Todo en él eran gasas, volantes y lazos.

El fotógrafo me contó que después de la guerra civil fue necesario conocer cuántos vivos quedaban, pero en aquellos años la mayoría de la gente era analfabeta y una cruz había dejado de ser suficiente para justificar que existías; así que Franco mandó sacar fotos a los que nacían y a los que morían para actualizar el censo de la población.
Una tarde el alcalde del pueblo llamó al fotógrafo para hacer el retrato correspondiente a un recién nacido.
Cuando llegó el bebé se debatía por respirar una vez más.
Su madre le rogaba al cura entre llantos que lo bautizara antes de que su alma lo abandonara. Y éste, harto de perder almas por el comunismo, no lo dudó. Una vez que terminó, también le dio la extremaunción.
Todos estaban contentos, aquel niño ya estaba libre de todos sus pecados.

La madre se dirigió al fotógrafo y le pidió que le hiciese una foto. Temía olvidar su cara.
Él se acercó a la cuna y disparó su cámara, aún a sabiendas de que el siguiente suspiro de aquel bebé sería el último.

-¿Me pregunto si aquel suspiro sigue crucificado en la pared de alguna habitación? -concluyó el fotógrafo.