Ej.2: Mi jardín de margaritas
Mi jardín de margaritas
El sendero de las colmenas era un camino ya recorrido muchas veces. Pero la pequeña casa de piedra entre los olivos, las enredaderas abrazando las ventanas y las matas de amapolas rojas, le parecieron distintas. Las hojas plateadas ya no cantaban. Las adormideras miraban hacia otro lado. La hiedra ocultaba celosamente los cerrojos.
Cuando entró en la casa no hubo forma de pararlo, una tempestad se desató en su cabeza. Paredes cubiertas de fotos lo miraban desvistiendo su calma, todos los fantasmas exigieron su atención.
Pensó en el cielo y también en el infierno. Finalmente lo había hecho, había roto su promesa. Su maldita moralidad no había servido para nada, sólo era una mentira más. Recordaba las palabras que Violeta le había repetido en muchas ocasiones:
-Tranquilo Mario, no me lanzaré al abismo…es pecado y no quiero ir al infierno.
La primera vez que la confesó no dio crédito a las palabras de aquella joven. Pensó que estaba loca. Pero domingo tras domingo, a lo largo de los años, las súplicas de aquella joven eran tan sentidas, era tal su desasosiego que tuvo que creer.
Hay personas que hablan con Dios, otros tienen a su conciencia…pero a Violeta, la Muerte es quien le murmuraba al oído.
Cada día podía escucharla: hoy es un buen día para morir, ¿no te parece, Violeta? Ella siempre rezaba mucho para no escucharla.
La Muerte trazó un plan para minar su voluntad. No, no se trató de llevarse todo cuanto amaba, fue mucho más creativa. Le regaló a Violeta la capacidad de sentir las mentiras que las personas esconden tras su verdad. Funcionó. La hirió de muerte.
Violeta aprendió demasiado pronto que las cosas nunca son como parecen. Esto la hizo especialmente sensible a las heridas de los demás. Los agravios, los vacíos, el silencio…. se convirtieron en su sombra. Vivir, sentir, era morir. Tuvo que esconderse del mundo. Practicó mucho hasta que aprendió a no dejar que las personas se acercaran demasiado.
Descubrió que a veces durante un segundo, a veces dos, la Muerte la olvidaba.
Se preguntó cómo recordar, cómo no olvidar.
Con su cámara de fotos empezó a robarle los momentos perfectos de su vida. Primero fue un álbum. Después fueron diez. Pero los álbumes pesaban y no podía ver todo a la vez. Entonces decidió usar una pared de su casa, pero también dejó de ser suficiente. Con los años cubrió los muros de instantes preciosos. Una mirada de su esposo, la luna creciente, los reencuentros, los cumpleaños, una gota de lluvia, las abejas y los amigos. Lo llamaba, “mi jardín de margaritas”
Pero hace unos días se dio cuenta que ya no quedaba nadie… sólo permanecían sus fotos. Esta vez ni siquiera el consuelo de su confidente pudo evitarlo.
Fue un día perfecto para morir.