Conocí al titiritero hace muchos años, una noche en que el cielo se deshacía en copos de nostalgia. Me recogió de un cubo de la basura y me llevó a su casa; en un primer momento no pude evitar dudar de sus intenciones, quizás me usase de juguete para su perro o peor aún, de muñeco vudú para atravesarme con cientos de agujas.
Decidí morderle en cuanto tuviese la primera oportunidad y salir huyendo, pero cuando me dejó sobre su mesa de trabajo, me quedé hipnotizado al observar que sobre mí, suspendidos en el aire, bailaban decenas de títeres.

Desde donde estaba pude apreciar como en la cocina, el titiritero y su mujer se disponían a cenar. Él escogió los mejores pedazos de carne de la fuente y se los sirvió a su esposa, pero cuando él se giró para coger el pan del aparador, ella intercambió los platos.

Una vez terminaron de recoger, la pasión les abrazó bajo la luz blanca de una bombilla y desaparecieron en el dormitorio.

A la mañana siguiente, el titiritero me cogió entre las manos y me deshojó como una flor. Cosió mis heridas, me regaló ropa nueva, cambió el hilo de desconfianza que sujetaba mi cabeza por otro hecho de esperanza, sustituyó los cordones de miedo que ataban mis manos por dos hebras de seda sujetas con un lacito y liberó mis pies del lastre del conformismo poniendo ganas de volar en su lugar.

Y esta noche era mi turno de hacer algo por él, quería devolverle las risas de las tardes de domingo en la plaza del pueblo, los cuentos con final feliz o cuando me salvó de lanzarme desde lo alto del escenario por aquella muñeca oriental.

Con todos mis hilos enredados alrededor de la tristeza, recorté la silueta de la mujer del titiritero antes de que se la llevaran al tanatorio y construimos un molde de tela de trocitos de nosotros.

Los recuerdos me quemaban en los ojos y empapé en lágrimas el cartón de mis manos; reconozco que sus jerseys de lana me picaban horrores y que me torturaba a cosquillas cuando retocaba mi sonrisa con aquel pincel tan fino, sin embargo no dejaba de preguntarme qué iba a ser de él sin ella, sabía que un hombre puedemorir de pena.

Tal y como esperaba, la oscuridad envolvió la casa y la soledad se presentó acechando desde la ventana.
Fue entonces cuando la luz de la luna atravesó las cortinas, tiramos con fuerza de los hilos y la sombra del amor se alzó frente al titiritero.

Cuando la soledad vio dos sombras bailando abrazadas en el interior de la casa, se marchó furiosa; de nuevo se habían burlado de ella.