Cementerio 2.0
Crispín aprendió a caminar en el laberinto de calles que recorrían el cementerio. El viejo cuervo, guardián de los sueños de los difuntos, fue su primer amigo y la joven viuda de Don Anselmo, su único amor. Sus vestidos negros ajustados, el carmín rojo cereza que asomaba tras el velo que cubría parte de su rostro y la costura de sus medias que le subía desde los tobillos hasta el cielo, le habían hechizado para siempre.
Cuando su madre enfermó, él fue quien tuvo que tomar el relevo y la esponja. La tumba de su padre tenía fama de ser la más bonita y “seguiría siéndolo”, pensaba.
Con los años, fueron varios los vecinos que empezaron a darle unas monedas para se ocupara de los nichos de sus familiares. Lo hacía tan bien que el párroco no tardó en ofrecerle un puesto como ayudante del viejo cuervo.
Por las mañanas, lo primero que hacía era despertar a los muertos. Tocaba una campanita a los pies de su tumba y los invitaba a tomar un té calentito mientras el se afanaba con las tareas que cada lápida requería. Algunas exigían conocimientos de jardinería, otras de orfebrería, las más exquisitas de escultura; otras simplemente con barrerlas un poco y lavarlas bien, brillaban como el sol. “Son las más agradecidas”, solía decir Crispín.
Mientras trabajaba, le gustaba escuchar las tertulias de los difuntos. Casi siempre eran historias divertidas, porque cuando te mueres añoras todo lo bueno y ya no te acuerdas de su precio. Al final del día todos le daban las gracias por el té y lo acompañaban hasta las puertas, nunca más allá.
La última de sus tareas era llevar los recados de los difuntos a los familiares, amigos y amantes. Cuando las noticias eran buenas solía ganarse una buena propina. Pero cuando no lo eran tanto, un gracias es cuanto se llevaba al bolsillo.
Ya por la noche, su esposa, la joven viuda de Don Anselmo, ¿recuerdan?; lo torturaba con todo tipo de besos hasta que olvidaba a los muertos y solo pensaba en los vivos.
Pero un día, las nuevas tecnologías llegaron al Valle de las lápidas. Crispín no dudó en apuntarse al curso de formación y reciclaje que ofrecía el obispado: “Lápidas digitales: un futuro mejor para nuestros difuntos”.
Su trabajo se triplicó pero no le importó. Las nuevas lápidas eran mucho más delicadas. El primer paso era desenchufarlas. Después había que limpiar la pantalla táctil con un producto especial, ya no valía el agua y el jabón. Debía comprobar la línea telefónica y los cargadores de baterías así como las cuentas del alquiler de las mismas.
Un día, mientras chateaba con su nieto se le ocurrió abrir en Facebook una página del más allá. En no más de un mes ya había recibido medio millón de visitas y contaba con cuatrocientos sesenta y nueve amigos. Crispín se sentía dichoso. Los familiares, amigos y amantes podían visitar los nichos gratis, colgar fotos, mensajes o vídeos que él se encargaba de introducir en la base de datos de las lápidas. Intentaba actualizarlas, al menos, una vez por semana. Por supuesto siempre bajo la supervisión del fallecido.
La lista de espera del Valle de las Lápidas se hizo infinita, todos querían ser enterrados allí.
Pero con el tiempo surgió un nuevo problema. Se habían desarrollado dos clases sociales entre los muertos. Los que tenían acceso a las nuevas tecnologías y los que no…
Pero esa es otra historia que les será contada cuando Crispín encuentre la solución.