Cuando la zíngara descubrió entre la bruma de su bola de cristal que su rumbo llevaba a la soledad y que no había nada que esperar más que el lánguido paso de las estaciones, decidió deshacer el lacito que la sostenía atada a la tierra.
Colgó un arco-iris de su falda, recogió su melena bajo un pañuelo de plata, cambió sus zapatos por nueve cascabeles y apagó la luz.
En primavera salió de la ciudad y encontró las estrellas, en verano el sol curtió su piel, en otoño la lluvia diluyó el último eslabón y en invierno perdió su nombre bajo la nieve.
Aprendió a cambiar el futuro por dinero, la música de su pandereta por pan y el silencio de las paredes de su habitación por libertad.
Cuando José Manuel la vio escondida fumando un cigarrillo, se enamoró perdidamente de la animadora del centro. Fue porque se sonrojó y le pidió perdón… a él, un pobre viejo que ni siquiera podía controlar su baba.
Ella era demasiado profesional para enamorarse de un hombre así, pero se hicieron amigos.
A ella le costaba entenderle y adivinaba a duras penas sus relatos. A él sin embargo lo que más le gustaba era que le hablara con respeto, como si fuera joven y fuerte, otra vez.
Pero ella no era esa clase de chicas y cuando comprendí que el sendero hacia su corazón pasaba por dejar atrás todo lo demás, me puse las botas de montaña, me ceñí un arnés de seguridad a la cintura y llené mi mochila de tiritas. Sabía que iba a doler.
La brújula marcó hacia el norte. Avancé entre las fértiles praderas de sus palabras, atravesé bosques de fantasía y crucé arroyos de sonrisas, hasta que sentí crujir el hielo bajo mis pies y supe que había llegado a la primera capa.
Conocí al titiritero hace muchos años, una noche en que el cielo se deshacía en copos de nostalgia. Me recogió de un cubo de la basura y me llevó a su casa; en un primer momento no pude evitar dudar de sus intenciones, quizás me usase de juguete para su perro o peor aún, de muñeco vudú para atravesarme con cientos de agujas.
Decidí morderle en cuanto tuviese la primera oportunidad y salir huyendo, pero cuando me dejó sobre su mesa de trabajo, me quedé hipnotizado al observar que sobre mí, suspendidos en el aire, bailaban decenas de títeres.
Existen dos tipos de orquídeas azules en el mundo. Ambas son prácticamente iguales, pero la una es venenosa y la otra puro elixir para los insectos. Pero ellos no saben de diferencias, sólo de vida o muerte, así que jamás se atreven a tocarlas, ni a la una ni a la otra.
Salomé tatuó una orquídea azul sobre su nuca.
En el palacio, emires y visires conocían bien sus peligros, había envenenado a todos los que habían intentado acercarse a sus aposentos.
Desde siempre me ha gustado buscar las incoherencias que esconden los cuentos; por ejemplo: ¿Cómo Blancanieves, después de un intento de asesinato y al llegar a casa de los siete enanitos, lo único que se le ocurre es ponerse a fregar? ¿Por qué las princesas de los cuentos, después de ser maltratadas, malditas y abandonadas tienen la necesidad imperiosa de cantar?
Es sabido que la Sirenita era entregada y generosa, pero cambiar su voz por unas piernas me parece un poco exagerado. Creo que el autor proyectó en la sirenita su gusto por las mujeres calladitas, que siempre es más elegante, pero la verdad, creo que el príncipe no era más que un tipo egoísta que sólo le gustaba escucharse a si mismo.
Aunque debo reconocer que con las sirenas no se puede generalizar, que yo conozco alguna que no hay príncipe azul que la calle.
Las golondrinas llevamos los secretos de la primavera entre las alas. Como notas musicales entre el cielo y las nubes atravesamos los valles rumbo a tu mirada.
Si me haces un sitio, construiré un nido entre tu pelo y por la noche colgaré tus sueños de flores de algodón para que la brisa los acune.
Si dejas que me quede, vigilaré desde el crepúsculo que la luna te traiga todas las estrellas que he recogido para ti.
Como el de esta página a día de hoy. Esto es la continuación de un gran camino emprendido hace un tiempo por mi gran amiga Tonet. Hoy aprovecho la ocasión de algunos cambios para dedicarle una foto. Hoy no hay
textos más importantes que los de ella y os puedo decir que el de hoy es grande, muy grande. Leedlo con cariño y aprovechar su fuerza, hace que te muevas todo el día.
El día que entré por primera vez en su habitación me sorprendió la falta de objetos personales, pero ella era muy mayor y mucho más lista que yo y ya había aprendido que los portarretratos y los gatitos de porcelana no conservan los abrazos, ni las palabras de consuelo.
Sobre una de las paredes, justo de frente a su cama, colgaba la imagen en blanco y negro de una niña vestida con el traje de la primera comunión. En su expediente no figuraba el nombre de ningún familiar, pero era una foto demasiado grande ocupando un lugar privilegiado en la habitación; así que supuse que debía ser alguien muy importante para ella.
Cada mañana, después de dar los desayunos a los indigentes, me afanaba junto con los voluntarios en recoger las mesas. Todas excepto una.
Lo hacía deprisa, pero intentando alargar la espera, disfrutando ya de la conversación que aún estaba por llegar. “El fotógrafo”, como solían llamarlo, no solía concederme mucho tiempo y debo reconocer que, egoístamente, en lugar de intentar cambiar su vida errante, buscaba en sus palabras el valor para enfrentarme a mi propia soledad.