Cuando mi bolígrafo Rojo vio el bolígrafo Azul en la vitrina supo de inmediato que sus almas siempre habían estado ligadas por un cordón de cristal.
Enseguida se hicieron inseparables y juntos surcaron los mares de letras de mis cuadernos y escalaron las escarpadas montañas de los libros que aceleran mi latido.
Trabajaron codo con codo y de su tinta no dejaron de brotar senderos hacia la fantasía.
Les gustaba que me equivocara de tapa y ponerse en la piel del otro. A veces se miraban asustados por lo que sentían pero nunca me dijeron nada.
Cuando llega la Navidad, no puedo evitar imaginarme suspendida en el aire.
Detrás, sujetas a mi memoria, están: Dolores, encerrada en su cuarto desde hace cuarenta y tres años abrazada a la foto de su esposo y esperando la muerte para poder reunirse con él. Miguel y la buena costumbre de su madre de apagar los cigarrillos contra su cara. Alicia, carcomida por la vergüenza de ser lesbiana; va contra su educación. María que desayuna un par de vasos de whisky para soportar a su esposo. Viki que escogió una profesión que la mantuviera alejada de la humanidad, para no ver. Carmen, síndrome de down, abandonada a la caridad y conocida en el parque por hacer favores a los hombres a cambio de poder sentir algo, aunque sea un pellizco. Rosa que lava la ropa bajo la lluvia y no recuerda dónde perdió la sonrisa. Perico, asesino a sueldo vivirá el resto de su vida a cuatro mil kilómetros de sus cinco hijos. Pablo se tiró a morir en un bajo lleno de ratas. Elena lo perdió todo por un hombre que le recitaba poemas al oído. Zheltia, después de que unas putas le dieran una paliza, se le infectó la herida del ojo y por miedo a los médicos, se le calló mientras se agachaba en un contenedor de Mcdonalds para coger una hamburguesa a medio comer.
Quería movimiento, no una existencia sosegada. Quería emoción y peligro, así como la oportunidad de sacrificarme por amor. Me sentía henchido de tanta energía que no podía canalizarla a través de la vida tranquila que llevábamos.
L. Tolstoi, Felicidad familiar
Lo que mi profesora de pedagogía me enseñó de Tolstoi, entre otras muchas cosas fue que su pasión no era escribir, él quería ser maestro y que a pesar del éxito, una esposa entregada y trece hijos, murió solo en una estación de tren; dicen, que persiguiendo un ideal.
Hoy es un día especial para Luna Mentirosa y Meizo lo sabe; así que ha tenido el detalle de hacerle un
regalito.
Aquí os lo dejo, ojalá os guste tanto como a mí.
*** Martes 21 de diciembre. 6:00 de la mañana (5:00 hora UTC). Cabo Finisterre (A Coruña).
Jaime vuelve a entrar en su coche, se sienta en el asiento del copiloto y se frota las manos para espantar el frio que trae del exterior. Por fin ha terminado de montar su modesto telescopio de aficionado para poder ver, durante el poco tiempo del que dispone antes del amanecer, del último eclipse de luna del año y por añadidura, total. Él, por supuesto, no podrá verlo en su apogeo, pero le queda el consuelo de ser de las primeras personas que lo disfrutarán. Por delante aún tiene 25 minutos dentro de su calentito coche, ya que eleclipse no empieza a producirse hasta las 6:28, así también tiene tiempo de leer un rato mientras el telescopiose atempera. Se acomoda en el asiento y coge un libro de astronomía para repasar las efemérides que sucederán en el siguiente año. Jaime es un entusiasta de la astronomía y dedica el poco tiempo que su trabajo de camarero le deja para disfrutar de las estrellas. Con paciencia va apuntando en un cuaderno las citas que podrá disfrutar el siguiente año. Y así pasan los minutos. A las 6:25 sale del coche, se pone sus guantes, su gorro polar y se dirige al lugar donde ha montado su telescopio. Vuelve a realizar la búsqueda de la luna, programa su seguimiento en el panel electrónico y se dispone a mirar. Durante un minuto no sucede nada reseñable, sólo la luna le muestra su brillo pero de repente sucede algo inesperado: el eclipse comienza, pero no de la forma que él se espera. Lo normal sería una lenta transición a sombra por uno de los laterales de la luna. Pero lo que sucedió fue algo diferente: un salto, un cambio brusco como el de los antiguos cines cuando cambiaban de bobina y veíamos esas marcas de control en las esquinas, pero realizado por un mal montador. Un cambio que, imperceptible, dejaba como un rastro en la retina, una sospecha de que algo especial había sucedido. Jaime levantó la vista del ocular y miró directamente la luna. No apreciaba cambio alguno, sólo una débil sombra que empezaba a proyectarse en una esquina de la blanca superficie. Con un movimiento de hombros y pensando que quizás el nerviosismo de la espera le había jugado una mala pasada, volvió a aplica
el ojo al ocular y siguió disfrutando del poco tiempo que le quedaba para ver ese eclipse de luna.
Tras haber ingresado en urgencias debido a una reacción inflamatoria aguda causada por una sobredosis de galletas; el paciente comienza a sufrir una serie de delirios que llevaron al médico de guardia a solicitar su traslado al ala de psiquiatría para su observación y diagnóstico.
-Buenos días, mi nombre es Greta. ¿Cómo quiere que le llame? Santa, Nicolás o..
-Me da igual -dijo el paciente cruzándose de brazos y apartando la mirada.
-Está bien, si le parece empezaremos por hablar de cómo se encuentra. ¿Ha descansado? -preguntó Greta con dulzura.
-Llevo doce horas vomitando, ¿usted qué cree? -dijo Papá Noel con tono hiriente-. Cuando pille al idiota que dijo que hay que dejarme galletas…se va a enterar. Por su culpa me paso todo el año a dieta y soportando la tortura de mi entrenador personal. Todo para sobrevivir a una única noche. Estoy harto.
-Pero usted es una persona fuerte y en seguida se repondrá, no se preocupe. No obstante, por lo que me dice, entiendo que hace tiempo que se siente molesto.
Desde pequeña juego al escondite con la realidad. Desde siempre sé que mi lugar está en la luna.
Últimamente las sombras que bailan alrededor de mis ideas confabulan contra mí y buscan la realidad entre los volantes de mi caprichosa memoria. He intentado aplacar su curiosidad con algo de vino y risas; pero las muy tercas insisten en que mire hacia atrás.
Sé lo que buscan, algún arrepentimiento, una docena de suspiros y dos o tres mil lágrimas pero me niego a darles ese placer.
Te escribo para felicitarte tu cumpleaños; no sé si en el cielo importa la edad o si ya me has olvidado; pero hoy, no puedo evitar echarte de menos.
No te he comprado nada, dudo que el correo llegue tan arriba, pero si estuvieses aquí supongo que te hubiese tocado un pijama igual que a Senia, sabes que no me gustaba hacer diferencias.
El otro día fui al teatro para ver bailar a Albi, la pobre tenía cuarenta de fiebre pero ya sabes, “el espectáculo debe continuar”. Estuvo fantástica como siempre. Después nos fuimos a comer unas hamburguesas al Mcdonalds y Senia se reunió con nosotras.
Nos pusimos al día, pero las cosas ya no son como antes. Cogen las patatas con los meñiques levantados, se sientan derechitas y ya no cotilleamos porque se han convertido en buenas personas.
Desde pequeña juego al escondite con la realidad. Desde siempre sé que mi lugar está en la luna.
Últimamente las sombras que bailan alrededor de mis ideas confabulan contra mí y buscan la realidad entre los volantes de mi caprichosa memoria. He intentado aplacar su curiosidad con algo de vino y risas; pero las muy tercas insisten en que mire hacia atrás.
Sé lo que buscan, algún arrepentimiento, una docena de suspiros y dos o tres mil lágrimas pero me niego a darles ese placer.
Por Noche Vieja, Luna, se viste de gata sin dueño, cubre su rostro con un antifaz y trepa hasta el tejado. Recorre las cornisas de la ciudad con paso seguro. No quiere oír el alborozo que llega desde las chimeneas y las aceras, tampoco pierde el equilibrio al volar sobre las luces de neón. Hace frío y el hielo construye toboganes sobre la pizarra que la llevan directamente al nº 13 del barrio de Las Musas.
A la una, la caja de música se abre y la bailarina se pone de puntillas.
Ken, los clips y el soldadito de plomo se esconden tras los patines para verla bailar.
Las zapatillas de ballet van de esquina a esquina haciendo cosquillas al corazón del soldadito de plomo. El sueña con ser el lazo que las sostiene y vivir siempre abrazado a los tobillos de su bailarina.
La luna se refleja en el espejo y las lentejuelas de su tutú brillan como los ojos del soldadito cuando se imagina alzándola hacia las nubes en un perfecto “arabesque”.