-Cîri, en este mundo no hay cabida para gente como tu. Lo siento pero ha llegado el momento de ser drásticos. Es por eso que quisiera ingresarte unos días. Ha salido un nuevo tratamiento llamado Realixín y está dando muy buenos resultados con los inadaptados.
A Cîri le tembló el corazón. Miró a su alrededor buscando una señal de que aquel hombre estuviese equivocado, pero entre las torres de libros de psiquiatría y los archivos de almas perdidas, no encontró nada.
En el fondo del cajón de un maravilloso fotógrafo y mejor amigo, Meizo, descubro este pequeño tesoro que adjunto a continuación. Intuyo que es de esas cosas que uno hace sin saber por qué y guarda sin tener por qué.
Huir de cualquier forma de expresión que no sea la fotografía es una mala costumbre que sigue desde hace tiempo y es por ello que aprovechando que todavía no había estrenado la etiqueta de “Cuentos de otros”, he decidido publicarlo y hacerle pasar por una nueva experiencia.
9,30 Fújur me despierta a lametones. Como con dulzura no funciona, sus sesenta kilos saltan directamente sobre mi cara. 9, 31 Ducha (demasiado corta) 9, 32 Café y música. 9, 33 Desayunos para Fujur, la Bestia y las tortugas. 9, 34 Cambio un beso por un cola-cao. 9,36 Mi familia y otros animales se van de paseo. 9, 37 El mantel de cuadrados rojos vuela sobre la mesa. Pienso en mi abuela. Los días de calor, solíamos sacar una mesita y dos sillas bajo la sombra del balcón; ella ponía un mantel de cuadros rojos y blancos con servilletas a juego, yo preparaba los platos de espagueti bien recubiertos de queso viejo. Y mientras ella me hablaba de mi pasado, yo entendía mi presente. 10,00 Un ramillete de margaritas es el primero en ocupar su lugar en la mesa. Este será mi detalle. Dicen que en los detalles está Dios. A continuación, todo lo demás. 11,00 Suena el teléfono.
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-Estén tranquila, todo va a ir bien.
-Lo sé, no te preocupes. Estoy bien, respondo sorprendida.
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-Pero soy una novata, te vas a aburrir…-le dije mientras ajustaba mi guante.
-Os prefiero a vos antes que a cualquiera, mi señora -me susurró al oído.
Le miré esperando ver en su cara un gesto burlón, pero me topé con una sonrisa cálida y tranquila. Cada pareja tomó su lugar y los marcadores se pusieron en marcha.
Crispín aprendió a caminar en el laberinto de calles que recorrían el cementerio. El viejo cuervo, guardián de los sueños de los difuntos, fue su primer amigo y la joven viuda de Don Anselmo, su único amor. Sus vestidos negros ajustados, el carmín rojo cereza que asomaba tras el velo que cubría parte de su rostro y la costura de sus medias que le subía desde los tobillos hasta el cielo, le habían hechizado para siempre.
La locura se desató mientras se derretía la noche. Lola recogió lo más importante y dejó atrás a su marido y a sus hijos.
Se perdió dentro de una botella de vino envuelta en papel para ocultar la vergüenza, pero por más que lo intentó no supo olvidarles.
Buscó un lugar mejor en los soportales de la plaza Mayor, pero ni siquiera las gárgolas que protegían todas las entradas podían evitar que a veces le ardieran las ideas, que se le rompiera el suelo y que se arrancara el pelo hasta que dejaba de ver a Dios.
Era una tarde perfecta para dejar a la tristeza instalarse bajo la piel. La melancolía latía entre las esquinas de la casa y las sombras se acurrucaban a mi alrededor buscando algo de calor. Las horas bostezaban atrapadas en el reloj mientras mis canciones desenredaban las emociones y uno tras otros los versos brotaban empapados en nostalgia.
Después de tres delirios y cuatro páginas decidí poner fin a mi locura y salí al jardín a buscar la solución.